HOJA DE RUTA
En una ceremonia solemne de rituales eternos a la que asistieron absolutamente todos, Jesucristo, el Buda, y todos los dioses y también Mahoma y la tía Mercedes, y por supuesto el Tumi con su ancestro inglés, y la pulga que todas las noches me picó incansable cuando era pequeña, y el aguilucho que al mediodía gira en enormes piruetas frente a mi ventana, y el viento que a los doce años me empujó calle abajo sobre mis patines, y la roca erguida en mitad de la playa, el sol y la luna y todas las estrellas, por nombrar sólo a algunos, en esa ceremonia, repito, tengo la certeza que nos asignaron a cada uno y a todos, nuestra única, exclusiva e intransferible hoja de ruta. A la arena en el río, al árbol gigante, al pez que se lanza afluente arriba a buscar sus orígenes, al agua del lago y al océano enorme, al asesino y al niño indefenso y al microbio que se desliza por su intestino grueso.
Mi única misión en la vida, igual que
para todos, sería ocuparme de ir llenando
de a poco
algunos espacios en blanco
con ciertos detalles.
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